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jueves, 10 de marzo de 2011

Resplandor de medianoche

Por: Kike Saiki



Cuando Joaquín abrió los ojos seguía cansado. La siesta después del almuerzo no lo había relajado. Estaba metido en un embrollo y tenía que seguir hasta el final. Faltaba poco, pero se le agotaba el tiempo. «Acabe pronto Romero -le dijo esa mañana el comandante Ruiz- o deje que los muchachos lo hagan». No, él no podía dejarle el trabajo al grupo. Ellos volarían el cuerpo. Tenía que ahorrarle otro dolor a la tía Carmelita. «Al menos  -pensó-  así tendría un lugar a donde llevarle flores». Hoy tenía que liquidar el asunto.

El día que el expediente de Matilde llegó a su unidad, le sorprendió saber que ella era parte del Comité Regional Metropolitano Lima. La gringa, era uno de sus principales dirigentes. Fue difícil asimilarlo al principio. Pero se repuso pronto. Identificada y ubicada después de una larga operación de inteligencia solo faltaba dar el paso final. Para este tipo de misiones fue que se creó su grupo, «para tumbarse a todos los cuadros del enemigo» había dicho el general. Joaquín pidió hacer el trabajo personalmente. No fue difícil convencer a su jefe. El padre de La gringa había sido uno de los instructores del comandante Ruiz y estuvo de acuerdo con darle un sepelio honroso a la hija de un hombre por el que sintió admiración y respeto en sus años de cadete. «Romerito, tiene tres meses para terminar el trabajo» le dijo aquella vez el comandante.

Joaquín y Matilde crecieron juntos, sus padres habían sido muy amigos, pero tuvieron que separarse. Cuando el chino Velasco fue traicionado y echado de la presidencia por su comandante general, Matilde y sus padres salieron exiliados hacia las tierras del norte. Ambos tenían diez años cuando cambiaron sus caminos. Lo único que Joaquín supo fue que al tío Fernando lo estuvieron esperando la tristeza y la soledad, agazapadas e implacables, y que en un gris amanecer lo entregaron a la damisela de negro. Veinte años después, volvía a saber de ella. Y vaya de qué manera.

Lo primero que hizo fue visitar a la tía Carmelita. Le contó que habían retornado hacía cinco años. Que Matilde, la Mati de la infancia, realizaba trabajo social. Que ayudaba en los barrios marginales de Lima. Y que a veces se ausentaba varias semanas, porque viajaba al interior del país. En la tercera visita recién pudo encontrarla. Era más hermosa en persona que en las fotos y vídeos que él tenía en su escritorio. Fue una atracción inmediata, mutua. Como redimiendo viejos amores, púberes amores. Amores que nacieron descalzos, huérfanos y ausentes.

Se veían tres veces por semana. Ella tenía alquilado un departamentito en San Borja. Un vecindario muy tranquilo y discreto. Claro, Joaquín ya conocía ese lugar, cientos de veces sus ojos habían repasado las imágenes. Se sabía de memoria la calle Beethoven. Cada vez que sus cuerpos se encontraban, era como si de siempre conocieran sus honduras, sus desajustes, sus geografías. Se sentían confortados, satisfechos. Sobraban los gestos y las palabras. Él sucumbía por el busto erguido, el vientre casi plano y el pubis hermoso de Matilde. Casi no hablaban de sus vidas actuales. Recordaban los años de la infancia y los que estuvieron separados.

Una semana atrás Matilde le comentó que una amiga lo había visto. Joaquín respondió alarmado: «No sabía que tus amigas me conocieran». «Sólo una» dijo ella. Y como no dándole importancia al tema agregó: «Me contó que estabas por el complejo militar, aquí cerca». Joaquín tomó aire e intentó hablar con naturalidad: «Ya sabes, soy constructor y hay que ganarse el pan. Construyo puentes y carreteras con los uniformados». Pensó que Matilde le había creído porque esa fue una de las mejores noches que compartieron.

Y esta mañana, la Mati le había pedido prestado el coche para llevar a su madre a un chequeo médico. «Algo de rutina» le dijo. Pero Joaquín se quedó dándole vueltas al asunto. Así se durmió acabado el almuerzo. Al despertar recordó las palabras del comandante y de la conversación con ella. Después de un largo rato de estar callado y pensativo, fijó la mirada en la nueve milímetros que tenía sobre la mesa, y murmuró: «Esta noche».

Después de darle su lugar al deseo les tocaba el baño de rigor que lo tomaban por separados. Luego, como siempre, bebían algo. Joaquín había colocado un potente somnífero en el vaso de ella. Matilde salió de la ducha en bata y se sentó al borde de la cama en silencio, estaba como distraída. Él la observaba. Recostado en la puerta que daba a la pequeña sala, con su vaso en la mano, estudiaba los movimientos de ella. Matilde lentamente se incorporó y fue a tomar el suyo. Antes del primer sorbo, se miraron fijamente y dijo: «Gracias por regalarme este tiempo». «No -respondió él- nuestros destinos estaban marcados para seguir juntos, desde pequeños... ¿Lo recuerdas?» Ella asintió. Al unísono brindaron: «Por el destino».

Matilde se dio vuelta y puso algo de música. Sintió que las piernas se le aflojaban. Joaquín se acercó con rapidez y la condujo a la cama. Le pareció por unos instantes que  quería decirle algo. Después, nada. Mientras aplastaba la almohada contra la cara de Matilde John Waite cantaba «I ain't missing you at all since you've been gone away /  I ain't missing you, no matter what I might say». Limpió algunas cosas, acomodó la escena y tomó las llaves del coche que la Mati le había pedido prestado..

Afuera se sentía fría la noche. Frío de invierno, frío de julio  que le caló hasta lo más hondo de los huesos. Había comenzado una fina garúa. Prendió un cigarrillo y aspiró con fuerza, hasta que el humo le hizo daño. Tosió. Nunca antes había sido tan difícil acabar una misión. Pero ya estaba. Abrió la puerta de su coche negro, acomodó el espejo retrovisor y los laterales. Introdujo la llave en el encendido y a esa hora de la noche el silencio fue roto por una estruendosa explosión.

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