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domingo, 30 de enero de 2011

ISLA AMANTANI, LAGO TITICACA, PUNO (DIA 2/3)

POR DANIEL ESTEVES


Cuando llegamos a la isla Amantani, nuevamente caminamos durante veinte minutos por elevados senderos empedrados que nos conducía a un arco también empedrado, situado a la mitad del cerro. El camino al ser accidentado por ratos, era un poco fatigante, más aún por las mochilas que cada viajero tenía a sus espaldas. La naturaleza de la isla es más diversa que otras islas al mostrar mayor cantidad de arbustos, manantiales que alimenta el trabajo de los agricultores con respecto al riego. Llegamos al arco y el guía nos concentró, bajo la expectante mirada de cinco a seis personas entre adultos y niños de ambos sexos llenos de rebosante candor, y que se encontraban detrás del guía, como si fuera que iban a esperar un dictamen o resolución, para decidir el camino final de los visitantes. Antes de llegar a la isla, el guía de nombre Julio pero que le decíamos Evo -por el semejante rostro al presidente de Bolivia- nos dió un papel y lápiz para formar grupos de tres o más para distribuirnos con las familias de Amantani y pasar una noche en sus hogares. Entonces, Evo –así llamaremos al guía- que hablaba quechua, aymara y dos idiomas más, inició el nombramiento de los grupos y sus respectivas familias. A dos compañeros de viaje y a mí salimos elegidos con la familia de Soledad, una adolescente de 16 años que silenciosamente nos condujo a su casa.


Soledad



Continuamos el sendero empedrado durante veinte minutos. Luego hicimos un pequeño desvió, por pastizales con caminos amarillentos, formadas seguramente por el constante tránsito de personas o animales. Minutos más tarde, llegamos a su casa de material noble y totalmente diferente a los pobladores de la isla Uros, que sus hogares eran de ramas de totora. Nos recibió su madre con un saludo en quechua y español y nos invitó a que pasemos. Nos mostró su casa y nuestra habitación. La habitación era pulcra y digna de pasar la noche.




Después de media hora nos llamaron para el almuerzo. Ahí nos reunimos en la mesa mis dos compañeros de viaje y yo porque Yolanda, la madre, y su hija Soledad no deseaban compartir la mesa con nosotros. Tenían cierta vergüenza o algo así, eso fue lo que percibimos pero nosotros le dijimos que se unan a nosotros, pero se negaron con una sonrisa de humildad y nerviosismo. Comimos una sopa a base de quinua, papa, maíz y entre otros ingredientes que mi paladar capitalino no recepcionaba o identificaba y que indudablemente, eran autóctonos de esas alturas andinas. Finalizando el almuerzo, tomamos mate de coca o de muña, uno podía elegir. Yo elegí la muña, que expele un aroma muy delicioso que es la salvación de los turistas, cuando tienen mal de altura u otros males recurrentes, como dolor de cabeza y malestar estomacal.
Media hora más tarde todos los viajeros de la embarcación se reúnen en un lugar llamado plataforma y luego ascienden aun más por el cerro para llegar al mirador de la isla, donde se puede las observar las demás islas y el lago Titicaca que tiene aislado majestuosamente a la isla.







La casa de Soledad y vista desde mi habitación.


A las 7pm, nos despertó Yolanda para la cena. Descendimos de nuestras habitaciones que se encontraban en el segundo piso y se podía divisar la emanación de rayos de luz que dibujaban el umbral perteneciente a la entrada de la cocina. Al ingresar, se veía como una especie de luciérnaga que iluminaba todo el ambiente y que apenas podía revelar la cena y la sonrisa dibujada en el rostro de Yolanda. ¿De dónde sacaban energía? De los panales solares que la mayoría de las casas poseen y se benefician. La cena fue la misma pero silenciosa. Detrás de las paredes, se escuchaba el viento conversar y resoplar con los ramajes que murmuraban y se manifestaban a merced del aire. Por ratos, habían una silencio tan perfecto que por ratos se podía sentir las arritmias cardiacas y cerebrales, ocasionadas por los 3900 msnm que eran extraños para un organismo costeño acostumbrado a los 500 msnm.




Minutos más tarde, comenzó a llover y tuvimos temor que nos arruinara la fiesta programada para la noche y organizada por los pobladores. Tras esperar media hora y que la lluvia disminuya, salimos acompañados de linternas. Caminamos diez minutos hasta llegar al lugar del encuentro. Lo que nos sorprendió es que Soledad iba sin linterna y nosotros por unos segundos, apostamos a que ella no podría seguir caminando sin iluminación, entonces apagamos y la dejamos sin luz, y mientras que nosotros tanteábamos el piso nerviosamente porque no se veía nada, todo era tan oscuro como cerrar los ojos. No transcurrió ni 10 segundos y encendimos las linternas. Ella nos dijo:<>, decía. A lo lejos, veíamos una pequeña luz, que cada vez se acrecentaba conforme avanzábamos y nos indicaba el lugar del encuentro con los demás viajeros. Cuando llegamos, entramos a un salón amplio y con estructuras de cemento en el borde que habían sido formadas para que tomen asiento los invitados. En la parte posterior, en el atrio, se encontraba una banda de músicos afinando sus instrumentos que le iban a dar vida. Había tambores, quenas, guitarras y zampoñas. En la parte inferior había una mesa llena de botellas de cerveza cusqueña y agua mineral, y también gaseosa. En esa atmosfera, se reunieron todos los grupos de turistas con sus respectivas familias que nos brindaron hospedaje. Cada familia llevaba a sus huéspedes a bailar y los hacían al son de la música dando vueltas y agarrados de la mano.




Las cervezas cusqueñas eran pasadas y acariciadas de mano en mano para ser servidas en los vasos. Las familias nos sacaban a bailar y al son de la música, en parejas o todos agarrados de la mano, formando una circunferencia que giraba, y por ratos un poblador daba embestidas bruscas al centro del círculo, desestabilizando el movimiento circular y fortaleciendo esa unión, que no se soltaba y que seguía dando vueltas, aun agarrados de las manos. Era una forma de baile típico de ellos, pero que no tenia malicia. Después de un par de horas, todos los grupos regresaban a sus casas con las familias a descansar, porque al día siguiente íbamos a partir por la mañana a otra isla y porque, además, bailar a 3900 msnm es jodido.





Al día siguiente nos despertó uno de los 7 hijos de Yolanda. ¡A desayunar! , no dijo, con una sonrisa inocente, común de los pobladores. El desayuno fue una infusión de mate de muña acompañado de una especie de masa frita untada con mermelada. A la media hora, descendimos al puerto que es del tamaño de una piscina olímpica donde se estacionaban las embarcaciones y emprendimos el camino hacia la isla Taquile.





Hora de partir.

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