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jueves, 2 de diciembre de 2010

CHOQUE CULTURAL

Por Mimi Lou Mei
     Han pasado ya más de quince años, pero solo necesito cerrar los ojos para traer los recuerdos a mi mente.  Son recuerdos que evocan miles de sentimientos encontrados y emociones agridulces.  Como mucha otra gente, llegue a Japón un día a mediados de Abril, con los bolsillos vacíos y las maletas llenas de ilusiones.  Yo no fui una de las pioneras, una de aquellas que viajaron con el furor de los ochenta.  Creo que para mí las cosas fueron más fáciles, menos trágicas, con menos obstáculos, pero no por eso menos chocantes.


Yo tuve la suerte de que mis padres viajaron primero y facilitaron el camino para mí.  Habiendo oído tantas historias y relatos de amigos y familiares que habían pasado por las dificultades de diferencia de idiomas o el trato discriminatorio por parte de los japoneses, creí que me había mentalizado lo suficiente como para no pasar por aquel choque cultural del que tanto había oído hablar.  ¡Gran error!  Hoy me doy cuenta de la ingenuidad de aquella forma de pensar tan diferente a la realidad.  Y es que no importa cuánto nos preparemos “mentalmente” para una situación nueva, o cuanta ayuda recibamos de padres o amigos que ya se han acostumbrado al lugar en el que se encuentran; el solo hecho de llegar a un país diferente, con un idioma que muchas veces no comprendemos o solo comprendemos a medias y a una cultura totalmente diferente causan un choque cultural al que tenemos que aprender a adaptarnos. 


     En esos primeros días todo lo que hacían los japoneses me causaba asombro. Cada mañana durante el kyukei, veía que los japoneses de la fábrica se sentaban en cuclillas para descansar.  A mí me dolían las piernas con solo mirarlos en esa posición, pero creo que igual asombro les causaba a ellos el verme sentada en la primera grada de las escaleras,  pues no era una posición femenina como lo son la mayoría de las japonesas.  Ni que decir cuando se caían las piezas al otro lado de la mesa que media más de cinco metros de largo.  Habiendo visto que mis compañeros japoneses  en vez de caminar alrededor de la mesa para recoger la pieza saltaban sobre ella,decidí hacer lo mismo.  El solo recordarlo me da risa… aquella primera vez todos los que estaban a mi alrededor  pararon de trabajar y me miraron como si me hubiese crecido una segunda cabeza o un tercer brazo… no era algo que una mujer debería haber hecho.  Como se imaginaran, jamás se me ocurrió cambiar mi comportamiento y tratar de adaptarme a ellos.


     Sin embargo, los dos ejemplos anteriores fueron cosas superficiales.  Lo que en verdad me molestaba eran las diferencias más profundas, más arraigadas en la personalidad de los japoneses.  Odiaba el hecho de que jamás dijesen las cosas de frente, sino más bien entre susurros a espaldas de uno.  Me molestaba el ver que toda la gente de mi edad tratase de seguir la moda en el vestir como si estuviesen uniformados, al punto de eliminar la individualidad personal.  Y definitivamente, detestaba el hecho de ver tanta discriminación hacia los extranjeros en general. Fue solo anos después, cuando me fui a estudiar el idioma japonés a Okinawa, cuando finalmente empecé a entender cómo eran las cosas en realidad.  Lo que yo había considerado defectos de personalidad, rasgos negativos de una cultura, eran más bien cualidades que habían permitido a los japoneses sobrevivir su historia y circunstancias de vida.  Como alguna vez oí decir al economista mexicano Miguel Ángel Cornejo, es el inconsciente colectivo de la cultura en acción.


     Para entender mejor este concepto pensemos en nuestro propio país: ¿Por qué en el Perú la gente no devuelve lo que perdemos en la calle sino más bien se apropian de ello aun si tiene nombre a quien devolverlo?  ¿Por qué el peruano tiene la fama de “amarrar macho” cuando trabaja, haciendo el menor esfuerzo posible aun cuando se le paga precisamente por dicho esfuerzo?   Este comportamiento negativo es parte del inconsciente colectivo peruano, es la herencia histórica que nos dejaron cinco siglos de dominación española.  Cuando los invasores españoles llegaron al imperio incaico, las cosas dejaron de pertenecer a sus dueños originales y a ser parte de “quien lo vio primero.”  El oro no era más del Inca o de sus templos, sino del conquistador que lo vio primero.  Igual ocurrió con las tierras, las llamas, y hasta los mismos indios.  Todo paso a ser parte de quien lo encontró, de quien lo vio primero.  Al mismo tiempo, los indios que pasaron a ser esclavos de los españoles, no recibían paga por su trabajo por lo que no les importaba si por trabajar menos, las tierras dejaban de producir.  No era más problema de ellos pues no encontraban ningún beneficio por su trabajo, entonces para que esforzarse.  Si las cosas iban mal, el problema era para el dueño de las tierras, no para el  indio esclavo.  Solo se esforzaban si el patrón los observaba para evitar el sentir el fuego del látigo en la espalda.


     La historia de Japón es totalmente diferente.  Los japoneses, para poder sobrevivir una geografía tan árida, tan poco generosa, se vieron obligados a trabajar en grupos.  Los dueños de las tierras entendían que sin trabajadores que los ayuden a cultivar las tierras, estas dejarían de producir y todos se morirían de hambre.  Los trabajadores sabían que si las tierras dejaban de producir, todos se morirían de hambre. La codependencia entre dueños y trabajadores era necesaria para asegurar la supervivencia del grupo.  Los dueños de las tierras trabajaban hombro a hombro con sus empleados, compartían la misma mesa, y en general existían pocas diferencias.  El japonés se acostumbró a sentirse como parte integral de la sociedad, y a entender que el fruto de su esfuerzo era necesario para el beneficio propio y de terceros.  Igualmente entendían que ellos dependían del trabajo de los demás y todos aprendieron a sentirse orgullosos de su trabajo.  Del mismo modo, el hecho de vivir en comunidades  de este tipo hizo que se formase un sentido estricto de respeto mutuo y respeto a la propiedad de terceros.  No podían apropiarse de lo que “se encontraron,” pues el resto de la comunidad sabía a quién pertenecían las cosas, y era una vergüenza el que los encontraran con algo ajeno.


     Es así como analizando un poco de la historia del Japón, fui entendiendo poco a poco todo aquello que criticaba.  Hay muchos ejemplos más de este tipo que nos ayudan a entender ciertos rasgos de comportamiento de los japoneses, pero esta nota está resultando más larga que un testamento.  Tal vez  posteriormente vuelva a escribir un poco más acerca del comportamiento de los japoneses como resultado de su herencia histórica, pero ahora solo quiero cerrar este capítulo con una pequeña reflexión.  Todos los seres humanos, lo queramos o no, somos producto de nuestra herencia cultural.  Cuando llegamos a una cultura diferente, nuestra primera reacción es juzgar a otros de acuerdo a nuestro propio punto de vista, a nuestra propia cultura.  Sufrimos del choque cultural del que escribí al principio.  Sin embargo, si queremos ser aceptados como parte de la sociedad existente, somos nosotros quienes nos tenemos que esforzar por entender y aceptar las costumbres del país que nos abrió las puertas.  Esto no significa que olvidemos nuestras raíces o dejemos de sentirnos orgullosos de ellas.  De repente nuestra diferente cultura pueda aportar beneficios en ciertos aspectos, pero la única forma de hacer que dicho aporte sea aceptado, es haciéndolo con humildad y entendiendo que somos nosotros los que venimos de afuera.  Aun si creemos tener razón, no podemos imponer las cosas en un país que no es el nuestro pues lo más probable es que solo nos boten de una patada en las sentaderas.  Esta lección la aprendieron nuestros antepasados japoneses cuando llegaron al Perú.  Solo así lograron asimilarse y hacer que nosotros formemos una parte tan integral de la cultura latina de la que hoy nos sentimos tan orgullosos.  Volvamos pues los ojos hacia nuestros antepasados y aprendamos de ellos.  Somos latinos, orgullosos de ellos y con mucho que aportar al Japón; pero también somos extranjeros y con mucho que aprender de los japoneses.  No podemos controlar como actuaran los japoneses frente a nosotros, pero definitivamente, podemos controlar nuestras propias acciones y predicar con el ejemplo, un ejemplo del que nuestros hijos, nietos, y descendientes se puedan sentir orgullosos, y mañana más tarde decir con la frente en alto: “Si, somos latinos a mucha honra.”

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